Cuando éramos pequeños recorríamos los lugares más abruptos. A pelo, sin cuerdas, sin calzado adecuado. Volvíamos magullados, las rodillas peladas, la ropa sucia, llena de verde, pero era el placer de la aventura.
Quién sabe si podíamos llegar a encontrar un tesoro de los moros, un cuenco de algún rey, una onza de plata, un sueño entre las hierbas, porque al menos yo, encontraba montones y de ellos me crecían otros tantos para el día siguiente.
Una de las tardes fuimos a Peñarota. Alguna que otra vez teníamos allí casetas para pasar el rato. Plásticos, ramas, cualquier cosa susceptible de ser pared, techo o suelo. No siempre, pero de vez en cuando los raposos hacían allí también su madriguera. No sólo era por verlos, es que según acercabas los pasos al lugar exacto, más apestaba. Pero era parte de la emoción. Nos morderían, se irían? La verdad que ellos a lo suyo y nosotros a lo nuestro. Nunca hubo problemas porque cada uno estaba dentro de su espacio.
No sé por qué me acuerdo estos días de una de esas tardes compartidas con los chicos. Nosotras éramos algunas mucho más pequeñas. Despuntaba aún así la cosa por el sendero de la pubertad y la hormona pendenciera. Uno de aquellos entretenimientos, al menos para ellos, era, tal y como así decían, cascársela y a ver quién llegaba más lejos. Cascársela? A mis oídos ignorantes de vocabulario sexual, no le decían nada, pero a mi cerebro bullicioso le daba por hacer cábalas de qué era aquello que cascaban y lanzaban supuestamente lejos. Que pasa, que nosotras no podíamos jugar a aquello?
Pero ellos no se rieron. Pacientemente, me contaron que lo que se cascaban era la "polla", que no pito sólo se llamaba aquello. Que la polla era muy grande, no sé yo, porque mirar no es que yo mirara mucho, pero de sus manos no sobresalía ni poco ni nada o al menos yo no la vi.
Tardé tiempo de hecho en ver algo, la única polla que había visto en una revista porno, para mi susto y espanto, tenía una cabeza enorme, atroz. Aquella visión me produjo terror, supongo que trucada o que al menos el propietario, como poco, había sufrido una picadura porque eso no podía ser posible que entrara por ningún orificio conocido por mí
Tiempo después, como a los nueve años, las monjas nos llevaron a una playa cercana a casa. A Bayota. Aún es una playa donde te pones al sol y al aire a culo, polla y coño tan ricamente. Que por qué uso tanta palabra polliculcoñil? Jolín acababa de descubrirlas y estoy rememorando metida nel papel.
Al grano, de arena esta vez, una calurosa tarde asturiana, nos llevaron a otra playa. Mira que estaba la nuestra, Llanes a un lado, Andrín al otro, pero no, había que meterse, de aquella, por esa senda de cabras, llena de zarzas y vegetación salvaje, arañas patilargas, culebras silbadoras y niñas con las piernas arañadas. Superada la bajada, ahora es otra cosa, hasta hay escalera y bajas en parte en coche si quieres, nos mandaron esperar. Alguna seglar se iba a acercar a los nudistas para explicarles que aquellas angelicales niñas iban a pasar a refrescarse al final de la playa y si eran tan amables, podrían cubrirse, taparse, enterrarse en la arena, no sé, ahogarse en las aguas del Cantábrico, lo que fuera por la salud visual de las pequeñas. Obvia decir, que a ver, con la de playas que hay alrededor, lo lógico es que la mayoría dijo que las llevaran a otra y punto pelota. Aún así, pasar pasamos y al menos yo, mirar miré. Y tócate las narices! Que los hombres, tenían pelo, igualito que nosotras, no en la cabeza no, no, allí rodeando la polla. Que ni tenía picaduras porque no estaba hinchada, ni la mayoría debía ser muy sobresaliente, porque lo que recuerdo claro era el vello púbico y algo que saltaba mientras jugaban a las palas.
Recuerdo que algunas, algo mayores que el resto, nos decían que nos fijáramos que aquella cosa saltarina flotaba en el agua, la verdad, que no llegué a verlo, pero lo creí a pies juntillas. En mi pueblo, escupía y aquel líquido, por cierto ,trasparente, saltaba como si le fuera la vida en ella. Que no era ese el color decían, que era del uso y abuso de darle a la cascada. Que aquello era muy sano y que ni te quedabas ciego, ni te salían granos. Aquello ya era nivel experto, yo no entendía, pero tampoco era chico ni me amenazaban con que el averno desataría su furia sobre mí. La única que la desataba era mi madre sobre mí, zapatilla en mano cuando lo único que yo cascaba, era a una vecina mala y repugnante, pero creo que eso no entraba en castigos del averno porque este casacamiento lo único que lanzaba y escupía era la rabia que ambas nos teníamos. Nos teníamos? Dejémoslo aquí.
Ya otro día si eso, seguimos.
--Mayo--
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