Sucede todo como si nada tuviera importancia.
El aroma a roscas fritas de la ropa tendida de la cocina. Huelen a casa y a invierno. Demasiada nieve, demasiado invierno.
Después vendría el aroma de la ropa tendida al verde, a hierba, a sol que arde sobre el blanco.
El sofoco de las tardes de verano esperando el alivio de la tormenta.
Un trueno que se escucha cada vez más cerca se acompaña de la esperanza de las nubes grises. Huele a lluvia en algún lugar ya no muy lejano. Los relámpagos rompen el cielo y los ojos de los chiquillos brillan con su luz. Son hermosas las tardes de tormenta a los ojos de los niños.
Refrescará poco, al principio subirá el calor de la tierra con el vapor de las gotas de lluvia. Habrá caracoles de junio, esos que dicen que no son para ninguno, pero nosotros, como en otoño, saldremos a buscarlos en las tapias y caminos. En las paredes de piedra, en el obscurecer de aquellas noches en que sucedían las cosas que no pensamos que después tendrían importancia.
De repente un día, el olor a hierba segada se mete en la nariz y te das cuenta de que sucedía hora tras hora, todo aquello que parecía ser el tiempo más lento. Miras atrás y apenas ves el polvo del camino. Yerto, podrido, muerto. Descompuesto, perdido, incierto.
Ciegos los ojos del alma, como si la vida no tuviera importancia.
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