Es de noche, la hora de la cena, esa supuesta hora para la gente ordenada, está al caer. Se vuelve hacia la televisión desde la barra del bar.
Está lleno de señoras mayores que juegan a las cartas. Con un café y algún dulce, pasan la tarde. No gastan en calefacción, no están solas, no piensan en los tiempos en que a estas horas tendrían puesto el mandil y la mesa para ese marido que está hoy a tres metros por debajo de la tierra.
Las mira, sonríe, piensa.
Él también tuvo una amiga viuda. A su lado, se mantenía erguido, orgulloso, el humo del cigarrillo lanzado hacia lo alto. Nada que ver ahora.
Monta interminables guardias en las esquinas del barrio. Pasea sin ruta ni esperanza a parte alguna. El humo lo precede, los pasos lo siguen, demasiado despacio ese arrastrar de los zapatos.
Por la noche miraba que su padre y su madre estuvieran en la cama. Cenaban los tres, en silencio o discutían de nuevo. Se lanzaba después al bar de enfrente en un último ansia de vivir lo que quedara, pero todo era ahogado por una copa tras otra de algún licor ardiente.
Sus padres hoy también reposan. Primero el padre, se fue en silencio, con la misma prudencia que vivió. La madre tiempo después.
Su amiga viuda, sigue viva, él sigue soltero y muerto.
Ella se cansó de sus cobardías, no esperaba nada, ni un piso compartido, ni un anillo en el dedo. Tan sólo pensó que podían pasar alguna noche en casa de él. No más habitaciones tristes en una pensión, no más noches en casa de ella, no más cenas sin ir del brazo, no más nada.
Ella siguió arreglándose, vistiendo su abrigo de piel largo. Calzó otra vez los zapatos de medio tacón. Se engalanó con aromas, pendientes y collares. Salió a la calle. No buscó a nadie, no sintió pena. Era hastío, ya el dolor se había escapado de su rictus en los labios.
Ella se lanzó al viento y pasea por las calles siendo la que era antes de él.
Él la piensa, la recuerda. Es tan estúpido, tan perdedor, tan orgulloso que nunca irá a llamar a su puerta para ver como se encuentra o para tomar un café.
Sigue sin llevar a nadie del brazo. Ya no cocina, para eso tiene familia. También le pasan el polvo y el suelo.
Mientras, sigue haciendo guardia en las esquinas. La panza redonda, el aliento acre, las arrugas marcando soledad, porque él se siente solo, pero nada hace para remediarlo. Es mejor ahogar el dolor en otro vaso de vino. Para eso es media tarde. Ya hablará del tiempo y poco más con alguien semejante, alguien vacío, porque ya no tiene conversaciones llenas. Ya no, para qué?
Si esta vida es una puta mierda, justo esa que tú has querido tener.
--Mayo--
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